No sé qué me sucede con la novela contemporánea. Mis labios podrían hablar de todas las novelas contemporáneas que he leído en este 2009 que va tocando a su fin y mi alma no estaría hablando de ninguna.
Es difícil explicar por qué una novela te llega y otra no, por qué el mensaje que desea transmitir un escritor cala en tu corazón y permanece en él durante el resto de tu vida, hasta el punto de que cada vez que ves esa novela en una librería o descubres que alguien va leyéndola en el metro un escalofrío te recorre la columna y te invade una sensación de reconocimiento, de familiaridad, y por un instante sientes que estás en casa; y sin embargo otra novela la olvidas apenas unos minutos después de haber pasado su última página y haberla depositado en la estantería y lo único que sientes al volver a verla es indiferencia.
Las grandes novelas son como los grandes amores: da igual el tiempo que pase, no importa que la lima de los días vaya royendo nuestra vida, encaneciendo nuestros cabellos y encogiendo nuestras carnes: volver a encontrarnos con ellos siempre emociona y siempre hiere.
Ni Juan Manuel de Prada con su léxico impecable, ni Almudenas Grandes con sus argumentos de la Guerra, ni Andrés Trapiello con su entrañable Don Quijote o sus amores imposibles entre hermanos: la única novela contemporánea de todas las que he leído durante los últimos años que ha producido esa sensación en mí, que ha dejado ese poso en mi alma, es Firmin, de Sam Savage.
No voy a contar su argumento ni voy a hablar de su personaje protagonista, simplemente dejo aquí unas imágenes confiando en que el azar haga llegar hasta ellas a alguien que decida conocer a Firmin y que llegue a amarlo para siempre como yo.