Un día cuando mi hermana y yo, muy pequeñas, llegamos del colegio una tarde mis padres, extrañamente, estaban en casa. No solía suceder, pues siempre tenían que trabajar hasta muy tarde para que nuestra familia pudiera salir adelante y cuando llegaban a casa muchas veces nosotras ya estábamos dormidas.
Se encontraban en un estado de agitación que no nos pasó desapercibido. Mi madre, bajando misteriosamente la voz, nos dijo que había alguien que deseaba conocernos. Recuerdo que por un instante pensé: "Van a decirnos que somos adoptadas y van a entregarnos a nuestros padres biológicos". También se me pasó por la cabeza, porque a una amiguita del cole le había sucedido, que podía tener un mediohermano (¿existe esa palabra? XD ) que no hubiera conocido todavía y reconozco que sentí una punzada de celos. ¿Me dejarían de querer mis padres ahora que tenían un hijo más?
Mi padre nos guiñó un ojo y nos pidió que abriéramos la puerta de la cocina. Paula y yo, observando la importancia que concedían nuestros padres al asunto, teníamos miedo de hacerlo. No nos atrevíamos a realizar un gesto que podía suponer un cambio en nuestra vida.
Y vaya si lo supuso. :-D
Cuando abrimos la puerta una bolita negra salió corriendo como un rayo, chocó con nuestras piernas y cayó de bruces. Se quedó en el suelo mirándonos atónita.
Era él:

Mi hermana y yo habíamos sufrido mucho con la desaparición de nuestro pointer Duque, que desapareció de nuestro chalé en extrañas cirsunstancias (creemos que alguien nos lo robó para venderlo, ya que era un buen perro de caza). De modo que mis padres, en vista del cariño que le habíamos tenido y de lo mucho que lo cuidábamos, consideraron oportuno comprarnos otro. Así llegó a nuestra vida Max, un teckel negro de pelo corto.
Mi padre tenía la esperanza de enseñarle a cazar conejos, ya que los teckel son precisamente alargados para poder introducirse en las madrigueras de estos animales y son una raza muy aficionada a la caza. Sin embargo, muy pronto Max se reveló como el perro más vago, más inteligente y más burgués que ha habido en casa. Era un verdadero señorito. Cuando mi padre lo despertaba muy temprano para ir de caza se escondía debajo de nuestras camas y se negaba a salir. No le gustaba pasar frío ni correr detrás de los conejos ni viajar en coche (nunca olvidaré una ocasión en que se mareó y me vomitó encima XD ) y entre un día de campo o uno durmiendo a mis pies su elección estaba clara.
Pronto mi padre se cansó de tratar de obligarlo, le dio pena el animal y asumió que no tenía instinto cazador, así que renunció a él definitivamente como perro de caza. Max se alegró tanto como mi hermana y yo, que así podíamos tenerle más domingos a nuestro lado.
Era extremadamente inteligente. Intuía cómo nos sentíamos Paula y yo. Si estábamos alegres cogía su pelota de tenis y la tiraba a nuestros pies o nos la ponía en la mano para que jugásemos con él. Si estábamos tristes se acercaba con cariño, dulcemente, a hacernos carantoñas.
Por las mañanas cinco minutos antes de las ocho, hora en que sonaba el despertador, venía a mi cama y a la de mi hermana y nos lamía la mejilla para despertarnos. Nunca olvidaré esa sensación. Jamás supimos cómo podía poseer un sentido del tiempo tan preciso y exacto. No he vuelto a tener un perro que lo posea.
Desayunaba galletas MARÍA sentado en una silla de la cocina a nuestro lado. Mi madre se lo permitía porque era un perro increíblemente pulcro para comer. No dejaba caer al suelo ni una miguita. Comía muy despacio, a bocados pequeñitos, con una delicadeza impresionante, y nos dejaba sacarle la comida de la boca sin mordernos.
Jugaba con nosotros al escondite como jamás he visto hacer a ningún perro.
Un día, cuando tenía unos cuatro años, empezó a caérsele su hermoso y brillante pelo negro azabache. Lo llevamos al veterinario y nos informó de que había contraído la Lesmaniosis por la picadura de un mosquito. Su consejo era que lo sacrificáramos porque según él tenía los días contados y aunque podíamos administrarle una medicación muy cara para evitar que se le dañaran los órganos vitales no le salvaría la vida. No existía curación para la Lesmaniosis, que llamó (nunca lo olvidaré) el sida de los perros.
Todos en casa lloramos hasta hartarnos. Pasó una noche crítica, en la que creíamos que iba a morir a causa de la fiebre. Recuerdo que yo tenía 15 años y aquel viernes por la tarde no quise ir con mis amigas a la sesión light de la discoteca porque pensaba que Max iba a morir y quería estar a su lado hasta el último instante. Pero pasó la tarde, pasó la noche y la mañana siguiente Max se levantó, se desperezó y se acercó a su plato para comer.

Recuerdo que aquella semana le escribí un poema con el que gané el concurso literario del instituto de ese curso (era pésimo pero muy emotivo). A mi profesora de francés cuando lo leyó por primera vez ante la clase (yo era muy tímida y no me atreví) se le pusieron los ojos llorosos y se le quebró la voz. Le dije que no se pusiera triste porque Max iba a sobrevivir a pesar de todo. Por la cara de pena con que me miró deduje que no me había creído.
Mis padres, Paula y yo decidimos que el animal no iba a ser sacrificado aunque tuviéramos que gastar un dineral en él como advertía el veterinario, porque para nosotros él valía mucho más que el dinero. Cuando dios o el destino o quien debiera decidir sobre su vida estableciera que había llegado su fin partiría de nuestro lado, pero mientras él no tuviera dolores ni sufriera ninguna vil inyección le quitaría la vida. Seguimos manteniendo nuestra opinión cuando, meses después, sus ojos se apagaron definitivamente por la enfermedad. Él conocía nuestras dos casas de memoria, por lo que andaba por ellas sin problema alguno; olía la comida cuando mi madre cocinaba y entraba en la cocina con actitud zalamera y pedigüeña; jugaba con mi hermana y conmigo con una pelota que le compramos que tenía dentro un cascabel; escuchaba cuando alguien entraba en casa y corría a darle la bienvenida si era de la familia o a ladrarle para defendernos si era de fuera; tomaba el sol en la casa de campo o junto a la cristalera del balcón; disfrutaba como siempre comiendo sus galletas María; dormía agradables siestas en el sofá con nosotras. Él no estaba muerto. No podía ver, sin embargo se aferraba a la vida y a nuestra compañía con una pasión, con un amor y con una fuerza que todavía me hacen llorar cuando lo recuerdo.
Pese a las advertencias del veterinario de que no duraría más de un año y medio, Max vivió diecisiete años: cuatro sano y trece con su enfermedad. Murió de viejo acostado en su mantita, junto al radiador, rodeado por mis padres y mi hermana. Yo estaba de viaje de trabajo aquellos días y mi familia no quiso comunicármelo hasta que regresé para evitarme ese sufrimiento estando sola y lejos de casa.
Varios años después no soy capaz de hablar o escribir sobre él sin llorar.
Me duele infinitamente no haber podido estar a su lado en esos momentos como siempre deseé, pero estoy segura de que, en lo más profundo de su pequeño cerebro canino, poseía la certeza de que yo le quería con todo mi corazón. Mi madre dice que murió soñando que jugaba con mi hermana y conmigo al escondite.